lunes, 29 de octubre de 2012

Fuera de lugar *


Para Marco Solares

Un lunes caluroso y sediento pasé a curarme a la Buenos Aires. Con los años aprendí a soportar las crudas sin demostrar ninguna inquietud. Si acaso, lucía más taciturno en la oficina. Procuraba entretenerme en actividades intrascendentes hasta la hora de salida. Después me iba a una cantina a leer el periódico o simplemente escuchar música mientras apaciguaba los malestares de la víspera con un par de piedras anís, tequila y fernet que me devolvían ligero hasta mi casa.

Un vendedor ambulante, de esos que ofrecen plumas, encendedores o billetes viejos, me mostró sus fotografías antiguas. Negué con la cabeza y volví a mi lectura. Una foto sepia del Zócalo cubrió los resultados de la jornada futbolera. La hice a un lado como si se tratara de un bicho y alcé la vista para mirar al impertinente. Descubrí una enorme sonrisa que me desconcertó. Me tuve que quitar las gafas.
¿Qué, ya no me conoces, compadre?
Con cachetes caídos y amplias entradas en la frente, identifiqué a José Antonio, a quien había visto la última vez, por lo menos, hacía quince años. Un divorcio, el cambio de expectativas que da la madurez y algunas diferencias que no vale la pena referir, nos habían distanciado. Nos abrazamos con el recuerdo de un afecto que venía desde la infancia. Pedí una copa, que se convirtieron en tres, para que me pusiera al tanto de su vida.
Durante la crisis del sexenio anterior había perdido casa y trabajo. Estuvo como eventual en varios talleres mecánicos y después, por la edad, ya le fue muy difícil conseguir planta, por lo que mejor decidió dedicarse a la venta de fotos viejas. Al fin que era su propio jefe y, mal que bien, el negocio le daba lo suficiente para salir adelante.
Yo le comenté que era jefe de departamento en un área de publicaciones del gobierno de la ciudad y que ahí había pensado jubilarme. No quise decirle que vivía solo desde que mis dos hijos se habían casado. Toño, quizá por delicadeza, tampoco me lo preguntó.
Cuando pagué la cuenta y me levanté para darle un abrazo de despedida, Toño me detuvo alzando las manos, el mismo ademán con que encaraba a los árbitros cuando jugábamos en el Atlético Pangea.
Te tengo que llevar a la casa. Tu comadre me mata si le digo que te vi y no fuiste a saludarla.
Le dije que ya era tarde, que mejor me diera su teléfono y luego nos poníamos de acuerdo.
 Si quieres, el fin de semana, con mucho gusto, los invito a comer.
No hay pero que valga, mi Moni, no todos los días se encuentra uno con su compadre desaparecido lo dijo con una voz que le salió del alma.
Mira, pinche Cochi también le recordé su apodo, ando medio desvelado y mañana tengo que trabajar temprano.
El Cochino se me quedó mirando con los ojos entrecerrados, como si le acabara de cometer falta en el área.
Ya me pusiste de nuevo “El Cochino” dijo con gran reflejo alburero.
Lo ignoré olímpicamente. No me iba a poner con Sansón a las patadas.
Si no vas, ojalá y que también se te pudra tu apodo me lo volvió a aplicar haciéndose el falso ofendido. Su actitud me avivó unos recuerdos que no pude resistir.
Está bien, vamos, vamos, pero con la condición de que ni tú eres El Cochi ni yo soy El Moni en su rostro se dibujó un gesto de perplejidad. Tú para mí eres mi querido compadre Pepe Toño y yo para ti simplemente el licenciado Peralta.
Hice énfasis en el título para recordarle que a pesar del afecto que nos hermanaba aún existían aspectos en los que la vida nos había separado por completo. Camino al estacionamiento, me detuve en una tienda de conveniencia a comprar unas caguamas para mi compadre y un brandy –no encontré el cognac que me gustaba- para mí. Total, pensé, mañana podría reportarme enfermo, y como dijo Pepe Toño: no todos los días se encuentra uno con su compadre perdido.

En el trayecto hacia el barrio donde viví hasta la adolescencia, fuimos recordando las anécdotas más entrañables de aquel equipo de fútbol y haciendo un recuento de sus integrantes. La mayoría se había ido del rumbo sin dejar rastro, otros estaban en el hospital o en el siquiátrico y los más reventados habían muerto. Toño cerró la ventanilla del coche y con el mayor desparpajo encendió un toque. Le dio un hondo jalón y luego me lo extendió.
Aguado, compadre, no nos vaya a ver una patrulla le dije.
Nu hagash irish, compa, orita ninguna she mete dijo conteniendo la respiración cuando justamente íbamos penetrando entre los estrechos callejones que recorrí tantas madrugadas. Detuve el coche para darle un leve jalón. Los pulmones se me llenaron con el aroma de una juventud que terminó tan rápido como una noche de parranda. 
Llegamos al edificio donde Toño heredó el departamento de sus padres. Yo lo recordaba medio deteriorado pero con todo y la euforia del alcohol y de la mota lo vi peor. Los muros grafiteados con dibujos obscenos, los pasillos oscuros y un olor a meados que se impregnaba en la nariz. Había que pisar con cuidado los escalones, y en varios tramos ya ni siquiera había barandal en qué apoyarse.
Apenas entrar a su departamento, Toño me instaló en la mesa, destapó el brandy, sacó hielos y refresco de su refrigerador, me sirvió en un vaso largo que decía Recuerdo de los XV años… en el que luego venían unas letras borrosas, imposibles de leer. Después puso un cd con las rolas que oíamos en aquellas fiestas, y dijo: 
Voy a despertar a tu comadre. Le va dar un chingo de gusto.
Mientras entró al cuarto yo me quedé mirando las fotografías que colgaban de la pared. En una, el glorioso Atlético Pangea posaba con la copa de la liga juvenil. En otra, Pepe Toño y yo, sonreíamos abrazados en la fiesta de graduación de secundaria. De su cabeza sobresalían los cuernos que yo le había puesto. Me detuve en la foto de su boda. A Toño el traje le quedaba chico, como si los botones del saco estuvieran a punto de reventarse. En cambio a Marifer, el entallado traje de novia le resaltaba lo moreno de  la piel y el volumen de las caderas. Jarocha y rumbera, lo que es un pleonasmo, compensaba los rasgos toscos de su rostro con las generosas curvas de su cuerpo. Nunca entendí cómo El Cochino se pudo ligar ese portento.
¡Compadre! escuché a mis espaldas y cuál no sería mi sorpresa cuando me di vuelta para encontrarme de frente con unos brazos abiertos.
Me quedé frío, con las manos pegadas al cuerpo mientras aquellos brazos me rodeaban y un sonoro beso me humedecía la mejilla.
Abrázala, Efrén, no seas tímido, me cae que no me pongo celoso dijo Toño entre carcajadas.
Sin duda no era mi comadre. Pero lo más increíble es que tampoco se podía decir que fuera una mujer, sino lo que vulgarmente se conoce como una “vestida”. Delgada, morena, de caderas estrechas y brazos cortos y musculosos, llevaba una bata transparente con olanes y unas chanclas en las que se veían sus dedos prietos y chatos, pero con las uñas pintadas de fiusha. 
La separé de un empujón.
No, mames, pinche Toño, ora sí te pasaste con tus bromitas le dije molesto.
Mi compadre se puso repentinamente serio.
A mí me puedes pinchear todo lo que quieras, Monito, pero a ella no la vas a ofender, cabrón exclamó esto con el mismo tono con que se inició la gresca en la final del torneo de los barrios, en la que los puños del Cochino sembraron a tres en la cancha 7 de la Magdalena Mixihuca.
La vestida se interpuso entre ambos.
Tranquilo, mi amor, no vas a recibir así a nuestro compadre, después de tantos años de no verlo le dijo con dulzura.
Lo tomó de las muñecas y lo fue a sentar a la mesa. Le sirvió su chela, se sirvió ella en otro vaso y luego me dio mi copa.
¡Por los días tan felices que pasamos juntos! brindó con una imitación de sonrisa a la Marifer.
Yo me senté cauteloso, alerta hacia la mínima reacción del Cochino, quien siempre había sido un tipo impulsivo que hacía cosas sin medir las consecuencias. Eso le había costado unos años en prisión. Por si las dudas me puse a calcular mentalmente cuántos pasos me separaban de la puerta.
La vestida se le sentó en las piernas a Toño mientras él, tal vez para disipar su coraje, sacó otro toque del bolsillo interior de su chamarra. Se lo ofreció a ella, y luego sin mirarme, extrajo trabajosamente del pantalón un encendedor para, con la mayor caballerosidad, prenderle su pitillo a “la dama”, en un gesto que ella correspondió pasándole el humo con un beso. Yo apuré el resto de mi trago, sintiéndome como una mosca en una cena íntima, dispuesto a irme cuanto antes.
El Cochino le dio una larga calada al toque, y con los ojos como  fanales de tráiler, agarró su caguama y bebió a pico dos largos sorbos que rubricó con un eructo sonoro. Luego, se quedó mirando la foto del Atlético Pangea y masculló algo que no le entendí.
Mira, Efrén, noshotros metimosh el gol… dijo reteniendo el aliento; para añadir después de una exhalación, pero la vida nos marcó el fuera de lugar.
Después cerró los ojos y se despatarró en el asiento, desinflándose como un globo viejo.
Justo cuando me levantaba para irme, la vestida llenó de nuevo mi copa y puso en la grabadora un bolero tropical que con las trompetas de sus primeros acordes literalmente me cimbró.

Yo me enfrenté al destino buscando tu cariño
y afortunadamente al destino gané 
ahora me acusa el mundo porque dice que tú eras
un fruto de otro huerto y que yo te robé.

No sé si con conocimiento de causa o por coincidencia había puesto la canción que Marifer y yo habíamos bailado la última vez. Aquella noche El Cochino llevaba como un mes en el Reclusorio Norte y mi comadre había ido a pedirme ayuda económica para sacarlo. Nadie que yo sepa había tenido noticias de esa entrevista. Yo acababa de divorciarme, me habían liquidado en mi antiguo trabajo y llevaba tres días bebiendo sin parar. Hasta allá, a los antros que acostumbrábamos visitar en pareja, fue a buscarme mi comadre.

Yo sé que eras ajena, que sigues siendo ajena
y sé que un día cercano te tengo que perder
pero oye bien mi vida y recuérdalo siempre:
no importa que me acusen si tuve tu querer. 

El trago del mismo brandy esta vez me supo amargo. Dejé la copa en la mesa y de pie, en un gesto casi mecánico, acepté la mano que la vestida me ofrecía para bailar. En otras circunstancias seguramente la hubiera rechazado con una mentada de madre, pero esa noche mi compadre roncaba a pierna suelta y nadie podría vernos.
¿Por qué pusiste esa canción? le pregunté en una de las vueltas.
Nomás para bailar, com-pa-dre dijo marcando las sílabas y con una sonrisa que ya para entonces me pareció casi igual a la de Marifer.
Tú no eres mi comadre la encaré decidido a saber la verdad, ¿quién eres?
Soy lo que tú quieras que sea dijo mientras sus dedos se extendían como patas de araña por mi espalda.

*Cuento del volumen Campo de batalla. Jorge Arturo Borja. Ediciones Eterno Femenino, 2012.

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